Dora Maar sin Picasso
Dora Maar en su estudio, fotografiada por Brassaï (1944)
Publicado en El Asombrario / publico.es, 1 de septiembre de 2025
Cuando pronuncias el nombre de Dora Maar, todo el mundo piensa en Picasso. Su figura, grabada al margen de la posteridad como su musa y amante, surge distorsionada pero hermosa en los lienzos del pintor: en el retrato de 1937 iluminada de amarillo, con el rostro cristalizado en lágrimas en el cuadro La mujer que llora, llevando la lámpara en el Guernica o sentada en una gran silla de madera en Dora Maar au chat, como una reina en su trono. Abriendo la exposición que le dedica el museo Lázaro Galdiano, en una copia ampliada del retrato que le hizo Brassaï en su estudio en 1944, la artista posa con la mirada perdida sosteniendo en la mano uno de sus cuadros y entre sus dedos la larga boquilla del cigarro, vestida con un traje de chaqueta y pantuflas en los pies.
Antes de amar a Picasso, Dora Maar había viajado sola por España, abierto un estudio fotográfico con el escenógrafo Pierre Kéfer donde creaba fotomontajes, collages y desnudos de elaborado dramatismo, había realizado exposiciones y se movía en los círculos de vanguardia del París de los años treinta. Allí hizo amistad con Cartier-Bresson, Breton o Paul Éluard, y con Man Ray, que le enseñaría a utilizar en sus fotografías el ‘efecto desenfocado’. En 1936 conoció a Picasso en el café Les Deux Magots; ella tenía solo 29 años y él le doblaba casi la edad. Durante siete años, hasta que apareció Françoise Gilot en la vida del pintor, la pasión entre ellos prendió como un fósforo: total, abrasadora. Y a ella la consumió por completo, dejándole solo cenizas.
En aquellos años Europa entraba en la depresión económica donde iba a gestarse la semilla de otra gran guerra. En las calles de Barcelona, Dora Maar fotografía a los desfavorecidos, trabajadores y mendigos, niños, mujeres y viejos. Están todos aquí en la exposición atravesando el tiempo, detenidos en su humilde circunstancia: las mujeres con sus críos en las barrancas del Somorrostro, el músico ciego a los pies de la iglesia de Belén, la ramillera en la puerta del mercado, La Moños junto al portal del Banco de España, las prostitutas del Raval o la anciana que, cansada, se ha sentado un momento en la terraza de un café de las Ramblas. En el retrato que le hizo Maar sentada en el poyo de una ventana, la joven con kimono adquiere una dignidad contenida; pero luego, en la instantánea Joven prostituta y el proxeneta, aparece de pie junto a un hombre con sombrero que la mira vigilante y, como si se rompiera un encantamiento, el kimono es ahora solo una bata y lo que hay en su rostro no es más que un gesto de grave resignación.
En 1937 Maar realiza, por encargo del entonces director de Cahiers d’Arts Christian Zervos, un reportaje sobre el proceso del Guernica. Ese año fotografía también a medio hacer la escultura de Alberto Sánchez Pérez para la Exposición Internacional de París a la que, con el país naufragando en la guerra, el escultor puso ese título que suena a la vez esperanzador y triste: El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella. En una de las paredes de la sala se pueden ver los acercamientos de la fotógrafa al surrealismo como el fotomontaje Silencio de 1936 o la Etrange Fontaine de 1933, en la que un hombre limpia la concha de una fuente coronada por una vaca con dos cabezas. En algunos de sus retratos, como el de Nadia Sibiskaïa o el de Jacqueline Lamba, entonces pareja de André Breton, los personajes adquieren una belleza inquietante. Otras instantáneas los capturan con naturalidad en un escenario inesperado sin ninguna pose como el retrato de Frida Kahlo de pie, con sus ropajes tradicionales y las manos entrelazadas en el regazo, o como Picasso en playa bajo una sombrilla con el cigarrillo en la mano o el periodista Georges Charensol y el pintor Georges Kars riéndose con un ancla al hombro en la Playa Grande de Tossa de Mar.
Breton decía que la obra de Dora Maar poseía una “belleza convulsiva” y para Cartier-Bresson sus fotografías tenían “un halo misterioso y espantoso”, pero Picasso no la tomaba en serio como fotógrafa y la empujaba a volver a la pintura. Aquí se pueden ver algunos de sus dibujos de aire cubista como el retrato a lápiz del pintor o el de Jaqueline Lamba, bocetos como los de esas Figuras femeninas que parecen más bien extraños androides, hermosos garabateos que quizá vislumbró en sueños como esos mosquitos volando bajo la luna o esas extrañas mujeres en grafito cuyas cabezas parecen constreñidas en la rígida estructura cuadrada que las contiene, donde asoman sus grandes ojos tristes o asombrados.
Al final de su relación, por la que pasaron muchas otras amantes, Picasso decía de Dora Maar que era “excesivamente desequilibrada y testaruda”. Maltratada física y psicológicamente por el pintor, empezó a tener comportamientos extraños, crisis de ansiedad que la llevaron a su ingreso en el hospital de Sainte-Anne donde llegaron a aplicarle electroshocks, por lo que Eluard pidió a Picasso que la sacara de allí. En la exposición solo hay un cuadro de Dora Maar que podría resumir sus años con Picasso; es un paisaje al óleo del sur de Francia fechado en 1957, cuando el pintor ya la había olvidado y ella había logrado rehacer su vida aunque maltrecha, en el que se ve un horizonte de suaves colinas apenas iluminado por el último resplandor vespertino de un cielo turbio, opresivo, inmóvil.
Tras décadas de silencio y convertida por el tiempo en ese objeto modelado en más de cincuenta obras del pintor, la vida y la obra de Dora Maar, fotógrafa, pintora y poeta, revivió liberada al fin de la sombra de Picasso, y los detalles de su relación salieron a la luz. La historiadora y crítica de arte Victoria Combalía escribió en 1994 una exacta biografía tras las numerosas conversaciones telefónicas que mantuvo ella, y prologó el libro Dora Maar con y sin Picasso que publicó Mary Ann Caws en 2021 tras el hallazgo de una agenda telefónica que perteneció a la artista. También la escritora Zoé Valdés recreó el viaje que hizo a Venecia cuando se separó de Picasso en la novela La mujer que llora, por la que obtuvo el premio Azorín en 2013.
“El silencio es/ tan grande que los cantos de los/ pájaros mansos son como pequeñas/ llamas que se pueden ver”, escribió durante la guerra, como una premonición, Dora Maar. Murió a los 89 años, rodeada de cuadros que Picasso le había dedicado y con fotos suyas debajo de la cama. Brasaï la describía “con ojos llenos de vida y la mirada atenta, de una fiereza en ocasiones perturbadora”. En los retratos que le hizo Man Ray, su piel transparenta una luz de misteriosa belleza. Aquí en la sala, en una fotografía anónima, nos mira asomada a la ventana de su estudio en París, quizá mientras espera, eterna y fatalmente, a Picasso.
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